El historiador, crítico de arte, comisario de exposiciones y editor Juan Pérez de Ayala (Mar del Plata, Argentina, 1948-Madrid, 2022) nos dejó el 25 de febrero. Como él mismo escribió en 2012, a propósito de Los rostros y los rastros de José Moreno Villa, probablemente su principal referente intelectual y moral (casi su alter ego): «Cuando una persona desaparece deja tras de sí una serie de hechos reales y unas ciertas maneras intangibles que pervivirán en su entorno. Hechos y maneras que componen el retrato perdurable, pero también efímero, de la persona».
En el retrato último de Juan, vida y obra se muestran sabiamente fundidas. Para seguir empleando sus propias palabras, su manera de ser, «que ha dejado una huella íntima y personal» en quienes lo tratamos, se relaciona armoniosamente con una producción intelectual abundante, variada y sobre todo de relevancia. Todo ello es fruto de la fidelidad a una tradición recibida, pero también —en consonancia con dicha tradición— una fidelidad aún mayor a la propia conciencia que él fue construyendo, que supo defender hasta el último aliento y que, en medio de las vicisitudes y contratiempos de su vida, se nos fue revelando inquebrantable.
Juan tuvo la suerte de nacer, aunque en tiempos difíciles, en una familia estrechamente vinculada con la modernidad cultural. Era nieto del escritor Ramón Pérez de Ayala, de quien publicó una voluminosa antología y a cuyo legado dedicó muchos esfuerzos encaminados a su preservación y difusión. Pero la influencia más notable sobre él la ejerció su familia materna. Su madre, Carmen Giménez, formó parte de ese brillante grupo de universitarias que estudiaron en la madrileña Facultad de Filosofía y Letras de los años treinta: Soledad Ortega, Laura de los Ríos, Isabel García Lorca… Con ellas y con sus hermanas, Enriqueta y Ana María, se enroló en el famoso Crucero Universitario por el Mediterráneo, organizado por el entonces decano de la Facultad, Manuel García Morente, en colaboración con otras universidades españolas. Juan nos recordó aquel episodio en una preciosa exposición en la Residencia de Estudiantes, de la que fue comisario. Carmen Giménez era una mujer excepcional, que enviudó muy joven y fue profesora en el colegio Santa María de los Rosales. Juan y sus tres hermanos, Mabel, Ramón y Gustavo, estudiaron en el colegio Estudio (fundado por tres profesoras del Instituto-Escuela, del que fue alumno su padre). Juan heredó de su madre, entre muchas otras cosas, la elegancia, la discreción y el amor por la tradición modernizadora, tolerante, de la Institución Libre de Enseñanza, que encarnaba su tío Alberto Jiménez Fraud, uno de los últimos discípulos directos de Giner de los Ríos y el fundador y alma de la Residencia de Estudiantes hasta el estallido de la Guerra Civil, en 1936.
Muchos de los valores que forjaron su carácter proceden de esa tradición institucionista, en la que el krausismo había sabido fundir genialmente Ilustración y epicureísmo. Juan los respiró en su casa, en las casas de familias amigas, en el colegio, y los amalgamó con su propia experiencia. Juan, como Giner, como su tío Alberto, hizo suya la máxima de Epicuro: «Vive oculto», por eso, como en muchos de ellos, no resulta sorprendente la escasa notoriedad pública que alcanzó en relación con la importancia de sus contribuciones.
La primera en relevancia es la celebración del centenario de Alberto Jiménez Fraud, con la exposición inaugurada en el Jardín Botánico madrileño en noviembre de 1983 y la publicación ese mismo año del mítico número doble de la revista Poesía, dedicado a la Residencia.
En ambas empresas le acompañó Gonzalo Armero (comisario con él de la exposición) y a ellos se unió en el número de Poesía Diego Lara, con el que Juan no dejó de colaborar nunca. Participaron, además, otros amigos, compañeros en diferentes aventuras. Entre ellos, Jaime Gorospe, cuya amistad, cuyo amor, ha sido una constante inspiración que ha animado la vida de Juan desde entonces.
Resulta imposible reseñar todos los proyectos que emprendió en esos años, pero, sin duda, el siguiente en importancia es la celebración del centenario de José Moreno Villa, en 1987, con la exposición de la Biblioteca Nacional, que descubrió a un creador de muchos registros, protagonista en primera línea de la Edad de Plata. Juan fue su comisario y el editor de un catálogo que sigue siendo una obra de referencia. Aunque empecé a colaborar con él con motivo del centenario de Jiménez Fraud, fue en el de Moreno Villa cuando dieron comienzo sus trabajos en la Residencia de Estudiantes —refundada en junio de 1986—, que han continuado, con algunos intervalos, hasta el final de su vida. Gracias a sus buenos oficios, Alicia Gómez-Navarro y yo recibimos en la Residencia a Pepe Moreno Nieto, hijo de Moreno Villa, que había viajado desde México por el centenario de su padre. Le contamos nuestro proyecto de recuperación de la Residencia, que estábamos poniendo en marcha y, siempre con el apoyo de Juan, le sumamos a nuestra aventura. Desde aquel día, inolvidable, contamos con un íntimo amigo y, años después, el archivo, la biblioteca y un valioso conjunto de obra plástica de Moreno Villa llegó a la Residencia, que hoy custodia el que es uno de los conjuntos documentales más importantes sobre el periodo. A la muerte de su madre, los hermanos Pérez de Ayala lo han enriquecido con una generosa donación del legado familiar, que Juan acrecentó con otros fondos suyos.
A partir de entonces, el estudio y la difusión de la vida y la obra de Moreno Villa ha sido uno de sus principales empeños. A lo largo de los años ha comisariado numerosas exposiciones sobre el artista e intelectual malagueño, no sólo en la Residencia, para la que hace apenas unas semanas presentó su último proyecto expositivo. También organizó muestras en otras casas con las que Juan ha mantenido una especial relación, como la galería Guillermo de Osma o la Fundación Federico García Lorca. Entre sus numerosas publicaciones sobre este autor, Juan ha editado en las Publicaciones de la Residencia la recopilación de sus obras en dos tomos, el primero dedicado a sus Poesías completas y el segundo a sus escritos autobiográficos, titulado Memoria. Estaba preparando un tercer tomo, que recogerá lo escrito por Moreno Villa sobre México. Un proyecto muy apreciado por él, dada la singularidad de la mirada del escritor malagueño, quien, a diferencia de otros exiliados, nada más llegar empezó a escribir con admiración sobre el país de acogida. Un sentimiento que Juan compartía: fue muy feliz en sus numerosos viajes a México, que hubiera querido que fueran más. Allí Juan hizo buenos amigos y excitantes descubrimientos.
Guillermo de Osma ha sido fiel compañero en sus empresas intelectuales. Y entre ellas, la segunda en importancia: el estudio de la vida y la obra de Maruja Mallo, a la que Juan tuvo la suerte de tratar. Una tarea que culminó recientemente en la edición, con Guillermo, del catálogo razonado de la obra de Maruja, publicado por la Fundación Azcona. Qué mejor ejemplo de la tenacidad y el entusiasmo de Juan en todo lo que hacía, capaz de arrostrar la enfermedad y el sufrimiento.
Y gracias a ello tuvo la satisfacción de ver culminados algunos de sus principales proyectos, lo que no hubiera sido posible sin la insobornable independencia profesional y personal que lo caracterizó. Permanecer entregado a sus intereses le acarreó sin duda penalidades y sinsabores, pero también le permitió disfrutar cada vez más de su trabajo y de la vida. Como escribió su querido Moreno Villa:
Ser solo, suelto, amo de todo y de nada
—porque todo se toma y se deja si se es libre—
Cuando publicamos el epistolario de Alberto Jiménez Fraud, en el otoño de 2018, con el libro recién impreso, Juan me escribió unos correos apasionados, torrenciales, que merecerían ser publicados. Basten unas líneas: «He estado pensando mucho, me has hecho pensar mucho, en lo que puede significar dejar una huella, dejar un legado. No sé en qué he podido ayudar yo a mantener un legado cultural. No me considero redentorista ni salvador de nada. Como historiador —esa palabra cada vez me gusta más— he intentado llamar la atención sobre personas o circunstancias que creo que merecen ser conocidas. Me he apasionado con mi trabajo y he logrado siempre trabajar con gente con la que me he encontrado a gusto: jóvenes y mayores».
El trabajo colaborativo —en el que nunca resulta difícil rastrear su huella personal— es también una manera de estar en el mundo que Juan recibió de la tradición institucionista. Además de los ya citados, ha dado frutos tan destacados como la gran exposición y el catálogo del centenario de Federico García Lorca, en 1998, comisariada por él junto a Fernando Huici y Estrella de Diego, o la dedicada a Alberti en 2003, de la que también fue comisario con Juan Manuel Bonet y Carlos Pérez. Las dos se exhibieron, como merecían, en el Museo Reina Sofía. Mantuvo, asimismo, una estrecha relación con Pablo Jiménez y la Fundación Mapfre, que se materializó en varias exposiciones y numerosos trabajos editoriales. En la Residencia ha proseguido una labor llena de pasión e inteligencia. Cuando celebramos el centenario de la casa, Juan cambio de palo y, arrastrado por Rafael Zarza, en vez de hacer la enésima exposición sobre el tema se metió a cineasta, y a ambos les salió una película estupenda.
Todos estos nombres forman parte de la lista de aquellos con los que ha colaborado, pero, a la vez, la de sus amigos. Y es que Juan, en buena tradición institucionista y epicúrea, cultivó —con criterio naturalmente selectivo, pero con generosidad— el don de la amistad, como disfrutó con su familia, incluida la externa: la malagueña y la del exilio. No procede completar aquí esa nómina que constituía una buena parte de su retrato íntimo. El resto lo animaba un espíritu refinado, exigente, lleno de delicadeza y cada vez más apasionado y amante de la vida, incluso en los días más terribles de enfermedad.
Quienes pudieron se reunieron para despedirle la tarde del viernes 25 y la mañana del sábado 26 de febrero, junto a sus hermanos, cuñadas y sus queridísimos sobrinos. Se respiraba allí el espíritu de Juan: afecto, discreción, cercanía. Junto a la desolación, el consuelo de todo lo bueno, buenísimo, compartido con él, que supo encarnar admirablemente la recomendación de su admirado Manuel B. Cossío: «El deber que cada cual tiene de hacer de su propia vida una obra de arte».
JOSÉ GARCÍA-VELASCO
Presidente de la Institución Libre de Enseñanza y director honorario de la Residencia de Estudiantes
(Obituario publicado en El País el 7 de marzo de 2022)